JOSÉ DE PÁEZ
MÉXICO, (1721-h. 1790)
SAN FRANCISCO JAVIER
MÉXICO, SIGLO XVIII
Óleo sobre tela
Firmado: “Jph. De Paez fecit.”
Detalles de conservación
43.5 x 32 cm
Extático, de tres cuartos, con la vista elevada y fuera del cuadro, san Francisco Xavier se lleva las manos al pecho en ademán de mostrarlo abierto e inflamado; [Páez] emplea una retórica "prodigiosa" muy propia para representar un trance místico. De medio busto, la cabeza está nimbada por un aura apenas perceptible dada la claridad del fondo. Viste la sotana negra de los jesuitas y el alzacuello. La iluminación lateral, que pega sobre su rostro ligeramente barbado, viene precisamente del punto alto hacia donde dirige la mirada.
Esta representación característica de san Francisco Xavier, el milagroso "Apóstol de las Indias y del Japón" (1506-1552), no evoca o reconstruye un punto específico de su vida espiritual. Es una forma intemporal de recordar, en cuerpo y alma, toda su entrega apostólica, que lo llevó a abrazar con heroísmo la predicación evangélica. Sin embargo, hay que conocer algunos hechos que motivaron la configuración de esta imagen. Poco antes de dirigirse al Asia, tan pronto como san Ignacio lo comisionó con el exhorto: "Id y motivad el incendio en el mundo", san Francisco quedó tocado por la pasión y la entrega. Al mismo tiempo que la bendición del fundador de la Compañía, recibía este mandato misional que se lee en el Evangelio según san Mateo, al que se mantuvo fiel y en el que se fundamenta la propagación universal de la fe. Así, lo mismo que los apóstoles congregados en Pentecostés, las llamas en el pecho aluden al amor que causa la palabra divina, al poder abrasador de la fe y la caridad, virtudes que son finalmente los mejores recursos para lograr la conversión del prójimo. El fuego también se vincula con el don de lenguas que desde entonces recibió para cumplir con su misión persuasiva: la predicación y administración de los sacramentos en tierra de gentiles.
La iconografía de este santo se popularizó a partir de su elevación a los altares, que tuvo lugar en 1622 y fue proclamada con gran pompa en todo el mundo hispánico. En Nueva España se efectuó un año después, junto con la de san Ignacio de Loyola, san Felipe Neri, santa Teresa y san Isidro. De poco tiempo antes procede la estampa de Jerónimo Wierix que fijó este esquema de representación xaveriana (con el pecho inflamado, pero a veces acompañado con crucifijo y venera y otras con bordón o azucena) y al que se mantuvieron fieles los artistas flamencos, hispánicos y americanos del barroco, Murillo y Coello entre los más importantes.En el pecho ardiente y la expresión atenta al llamado de su vocación misionera quedó sintetizada toda la trayectoria andariega del apóstol por los dilatados territorios y mares de la India, Filipinas, Malasia, Japón y China; un periplo que en sí mismo era considerado el portento más admirable de la vida activa que promovía la espiritualidad de los jesuitas. En la imagen que presidió las fiestas de canonización en la ciudad de Puebla en 1623 ya estaba codificado semejante prototipo iconográfico. El cronista de este acto escribió entonces: “Con la mano derecha levantaba el santo al sobrepelliz del pecho, del cual le nacía un curiosísimo JHS de diamentae”. Es decir, llevaba además el escudo radiante e inflamado de los hijos de san Ignacio. Dos obras muy similares a esta fueron pintadas por José de Alzíbar y Manuel Caro, las cuales se encuentran actualmente en el Museo Nacional de Arte y la parroquia de Santa María Magdalena Quecholac, Puebla.
Fuente: Museo Nacional de Arte.
Agradecemos la colaboración de Anastasio Juárez por sus referencias respecto a la existencia de otras obras similares y su ubicación.